Emilio González
I.- Con estos elementos: media hora para hablar, un título y mi ignorancia y, como pienso que el saber no está en ninguna cabeza, sino en los libros, fui a plantearle las dos preguntas a unos cuantos amigos que tengo en mi librería: W. Szymborska, S. Freud, Saint John Perse, Chantal Maillard, El Perich, Johan Huizinga, etc. Alguno de estos amigos habían escrito jugosos libros acerca de la inutilidad de escribir.
Esto me hizo pensar ¿por qué y para quién construyeron pirámides los egipcios, esas grandiosas escrituras en el desierto?, ¿por qué y para quién dejaron magníficos poblados abandonados -como puntuaciones en medio de la selva- los incas y los aztecas, sin que ese abandono se deba a una peste, una guerra o un terrible fenómeno natural? ¿De qué inutilidad estamos hablando? Cuando nos miramos en estas obras, la humanidad -en su conjunto- es bella. La humanidad, individualmente, no deja de morir, de sufrir y de temblar, pero por encima de la muerte, el sufrimiento y el temblor puede, en sus sueños y realizaciones, disfrutar de la victoria del pensamiento sobre la finita miseria de nuestra condición.
II.- Encontramos en la creación poética una conexión -entre otras- entre juego y cultura. La poesía, nacida en la esfera del juego, permanece en ella como en su casa. Pero, qué es el juego sino una acción que se despliega según reglas libremente aceptadas y (otra vez) fuera de la utilidad y las necesidades materiales. Es la actividad preferida y más intensa del niño. Jugando, inserta las cosas de su mundo en un nuevo orden que le agrada, lo toma en serio y lo inviste de un gran monto afectivo. Lo opuesto al juego no es la seriedad, sino la realidad. El juego es vecino del humor, que es una cosa muy seria. El niño diferencia la realidad de su mundo de juego y tiende a apuntalar sus objetos y situaciones imaginadas con cosas palpables y visibles del mundo real. Así le basta montar una escoba para convertirse en «el jinete vengador», o disparar rayos letales con un llavero para liquidar fantasmales enemigos. Pasando el tiempo, el adulto deja de jugar, pero sólo aparentemente, ya que no hay cosa más difícil para un ser humano que la renuncia a aquello con lo que ha gozado. En verdad, no renuncia sino que forma subrogados. Así, el adulto cuando cesa de jugar, sólo resigna el llavero y la escoba. O sea, en vez de jugar, fantasea, crea lo que llamamos «sueños diurnos».
III.- Lo dicho nos permite entrever que la creación poética no es algo puramente estético, no es arte de embalsamador, ni de decorador. No cría perlas de cultivo, ni comercia con simulacros o emblemas y tampoco se contenta sólo con una fiesta musical. En su camino traba alianza con la belleza -alianza suprema- pero no hace de ella su fin, ni su único alimento. No disocia el arte de la vida, ni el amor del conocimiento. Es acción, pasión, poder, potencia y renovación de su oficio: profundizar, indagar en los misterios del hombre, de la mujer, de la vida, del amor, de las guerras, de las grandezas y miserias de ser humano, de la muerte y sus infinitas máscaras. El amor es su hogar, la insumisión su ley y su territorio la anticipación. No es ausencia ni rechazo. Amenazado por la inercia y la comodidad, poeta es el que rompe la costumbre, el que visita todos los excesos sin quedarse a vivir en ninguno. La poesía, como una grande y sola estrofa viviente, engarza al presente de sus letras lo que del pasado ha sido y todo lo por venir.
Para terminar les presento las diez primeras ecuaciones de una nueva «disciplina científica»: LA TERMOPOÉTICA RIPENSE, que hoy presento ante ustedes:
1ª ecuación: Escribir es un trabajo y una forma de gozar, aunque uno escriba del sufrimiento. 2ª ecuación: Escribir, entonces, porque todo aquello que es humanamente posible se debe intentar y para que sigamos escribiendo cuando, en los confines de lo posible, nos topemos con lo imposible, lo más nítidamente humano. 3ª ecuación: Escribir no es deseo de nadie, es un mandato social. Escribir porque la escritura es más que yo, no es yo, ese fatuo pelele cuyo encumbramiento actual lo lleva a pronunciar frases tan huecas como «quiero ser yo» y, ya al borde del delirio: «yo soy yo». 4ª ecuación: Escribir para sobrepasar la medida de mi cuerpo y, también la medida de mis pasiones, sin esperar respuestas, para rasgar las barreras del sentido, los cómodos calabozos del prejuicio, el imperio de las consignas y el terso peligro de los lemas repetidos. 5ª ecuación: Escribir porque es la forma más veloz que tengo de moverme, no para luchar por la libertad, sino para ejercerla. Porque todo lo que tenemos son palabras, que además, nos tienen y de ellas es la libertad. 6ª ecuación: Escribir para curar en nuestra carne, en el dolor de todos, esa muerte que mana en mí y es la de todos. 7ª ecuación: Escribir para arquear el espinazo de las letras, para trazar las líneas de la vida, para profesar lo inútil, para abrazar lo inútil, para hacer de esa inutilidad un manantial. 8ª ecuación: Escribir para mentir de verdad, para tomarle la medida al miedo y que no se pase, para morder de nuevo el anzuelo de la vida, para dejar de mentir. 9ª ecuación: Escribir para decir el grito, para ver la música, para tocar lo que no existe, para que te enamores no de mi (ya no soy adolescente) sino de lo escrito. 10ª ecuación: Escribir, no para derrotar al amo, tarea imposible, aunque podamos gritar con el galés: «la muerte no tendrá poder», sino para aprovechar su transcurso inexorable, para hallarle alguna gracia al sinsentido de la vida. No tanto para decir, sino para amplificar lo que las palabras puedan llegar a decirse entre sí.