Cien años de «Desolación»

EN LÍNEA RECTA, artículos de opinión de la Asociación Escritores en Rivas en la revista RIVAS ACTUAL.

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Cien años de «Desolación»

Luis Quiñones

            Este año se cumplen cien desde la aparición de uno de los libros más importantes de la literatura en nuestra lengua. En 1922, en Nueva York, publica Gabriela Mistral su obra más celebrada, Desolación, gracias al impulso del crítico Federico de Onís que, desde la Universidad de Columbia, insta a la autora a reunir sus poemas y publicarlos, convirtiéndose, en palabras de Volodia Taitelboim, en «el libro capital de la poesía latinoamericana del siglo XX y uno de los más singularmente trágicos».

            Poeta errante, llamaron a Gabriela Mistral, escritora cosmopolita, que mantuvo vínculos con México y España y que además ejerció de maestra rural, de pedagoga y de diplomática. Vivió en Brasil, donde le acontece uno de los más trágicos sucesos de su existencia, el suicidio de un sobrino a quien había criado como a un hijo, y del que se cree que fue en verdad su propio hijo, fruto de una relación secreta con un amante italiano. Su vida sentimental ha sido objeto de inútiles y hueras polémicas: sus parejas, todas femeninas, quizás hayan colocado a la autora en una posición difícil de entender para sus coetáneos, por su doble condición de mujer y lesbiana. Al margen de eso, la autora se halla en territorios indefinidos, fuera de la vanguardia, por ejemplo, y alejada del último modernismo, lo que hace que su obra sea merecedora del Nobel en 1945, siendo la primera latinoamericana en recibirlo.

            Desolación es un ejemplo de poesía que transita por lugares insospechados ya en su época. Recurre a un lenguaje que hunde sus raíces en la mística, en un encuentro entre Dios, el hombre y la belleza, y que hace del verso  vehículo para la comunicación con Cristo: «Aquí me estoy, Señor, con la cara caída / sobre el polvo, parlándote un crepúsculo entero», escribe en el poema «El Ruego». El diálogo con Dios resulta de una concepción heterodoxa de este, que entronca con el humanismo de Machado y con el preexistencialismo de Unamuno, por encontrar dos paralelismos entre escritores más cercanos: «Cuerpo de mi Cristo / te miro pendiente / aún crucificado. / ¡Yo cantaré cuando / te hayan desclavado!». La alusión a lo que tiene de hombre, de hombre vivo, es parecida a la de la famosa «Saeta» machadiana, que canta al Jesús que camina.

            La naturaleza en su poesía es una reivindicación de la vida, íntima y femenina: «Esta alma de mujer viril y delicada, / dulce en la gravedad, severa en el amor…» es el comienzo de «Encina», poema incluido en la segunda parte de Desolación, dedicada a la escuela y al papel de la maestra, el de esa sombra protectora de los árboles. Y no los hay tan airados como ese hombre que esculpió Rodin, reflexivo y trágico: «(…) y no hay árbol torcido / del sol en la llanura (…) / crispado como este hombre que medita en la muerte».

            Su hondura y su voz sortean las fronteras que imponen los estudios académicos, en los que la nacionalidad nos hace perdernos en disquisiciones absurdas. Imprescindible su lectura en estos tiempos de ruido y griterío. Cómo no releer la obra de quien dejó escrito en su epitafio «lo que el alma hace por el cuerpo es lo que el artista hace por su pueblo»: poesía hasta en sus palabras últimas.

Luis Quiñones. Llicenciado en Filología Hispánica y profesor en Rivas-Vaciamadrid. Autor, entre otras, de la novela ‘Crónica del último invierno’, y del ensayo ‘La oveja negra que devoró el manual de literatura’.

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