Cómo inquietar con un relato.

ALEJANDRO ROMERA

«De nuevo esa máxima del relato corto: lo que no suma, resta».

 

Si buscamos en el diccionario la palabra inquietud, encontraremos diferentes acepciones y, entre todas ellas, aparecerán dos palabras clave: desasosiego e interés. Si queremos inquietar con nuestro relato, por un lado debemos generar en el lector una sensación incómoda que de algún modo le produzca nerviosismo, intranquilidad, confusión y por otra generar interés en él para que quiera descubrir el final de la historia y continúe leyendo. En realidad, las dos están íntimamente relacionadas con algunos aspectos de nuestro relato que debemos controlar.

Uno de ellos sería saber manejar con conveniencia la información que ocultamos y mostramos. Nosotros en nuestra cabeza tenemos planteada la historia que queremos contar. Debemos conocer el máximo de detalles sobre los personajes y la trama para poder dar forma a nuestro relato, pero ¿hasta dónde queremos que sepan los lectores?, ¿qué parte de la historia queremos contarles y qué parte no les vamos a contar?

Quizá tan importante como preguntarnos qué información les vamos a mostrar, es preguntarnos cuándo vamos a hacerlo. Tenemos que generar dudas para después irlas resolviendo poco a poco.

Es necesario que el lector no se sienta engañado, que tenga lógica que le ocultemos lo que le estamos ocultando.  Si el narrador oculta la información para generar tensión de un modo demasiado deliberado, el lector puede llegar a apreciarlo -quizá de un modo inconsciente- y es probable que pierda el interés. Dicho de otro modo, esa ausencia de parte de la información debe ser fluida y que se perciba de un modo natural, que se note lo menos posible.

Lo ideal sería que el lector comience a hacerse preguntas desde el primer párrafo. Debemos presentar una situación, unos hechos o unos personajes extraños, diferentes. Lo ideal es que las primeras líneas estimulen la imaginación en busca de unas respuestas que, por supuesto, han de hacerse esperar.

Quizá lo más complicado viene después. Tenemos que desarrollar nuestra historia ofreciendo explicaciones que no sean demasiado explicitas. Tampoco presentarlas demasiado pronto. Debemos jugar en la cuerda floja, presentando detalles que ayuden a comprender lo que ocurre pero sin llegar a desvelarlo, y a su vez, generando nuevos enigmas que le hagan al lector replantearse la historia, hacerse preguntas.

Dicho de otro modo es conveniente generar expectativas, que el lector espere que algo grande va a suceder o está sucediendo pero que no tenga ni idea de lo qué es. El uso de indicios nos puede ayudar a conseguirlo. Pequeños detalles que colaboren a generar esa atmósfera de incertidumbre y que parezcan no tener sentido hasta el final.

El final debe llenar por supuesto esas expectativas. Es esencial que esté acorde al desarrollo del relato y, si además nos ofrece una vuelta de tuerca, aún mejor. Pero cuidado, no deberíamos sacrificar la coherencia del desenlace solo por intentar dejar al lector con la boca abierta.

Hay que elegir bien el momento de poner el punto final a la historia. En el relato corto, hay una máxima con la que estoy de acuerdo y es aquella que dice que todo lo que no suma, resta. Es decir, todo lo que no aporte algo a nuestra historia, probablemente la entorpezca y lo mejor sea eliminarlo. Por eso, si después de narrar  el desenlace y que la tensión se relaje, continuamos escribiendo, probablemente esas líneas sobren, carezcan ya de interés por parte del lector, porque ya hemos resuelto las preguntas que le mantenían vivo.

Debemos intentar dosificar la tensión. Está bien comenzar un relato con un párrafo trepidante, pero debemos dejar que la historia se relaje en algunos momentos para dar al lector la oportunidad de que respire antes de asestarle otro golpe. Llevar un buen ritmo es esencial, en ocasiones más rápido y, en ocasiones, más lento. Pero dentro de este juego de subir y bajar la intensidad, la tensión global del relato debería ir creciendo.

La descripciones, ya sean de lugares, personas u objetos, deben contribuir a generar el ambiente de intranquilidad que queremos conseguir. Si una descripción no genera la sensación que estamos buscando, quizá sea momento de plantearse eliminarla. De nuevo esa máxima del relato corto: lo que no suma, resta.

La utilización de campos semánticos puede ayudarnos a conseguir la atmosfera que buscamos, la cual –al igual que la propia trama- deberá contribuir a que la tensión del relato vaya creciendo.

Para finalizar quería dejar dos citas que me parecen interesantes:

 “Ningún escritor dispone de un poder verbal capaz de rivalizar con la imaginación de sus lectores; así, todo su arte consiste en tocar esta tecla”. Simon Leys.

“Existe algo más importante que la lógica: la imaginación”. Alfred Hitchcock

Y es que, al final, el objetivo de cualquier relato es el mismo: conectar con la imaginación de los lectores, activar algo en su cerebro que les haga preguntarse, fantasear, divagar, que les genere ansiedad por descubrir el final, en definitiva, que les haga sumergirse de lleno en la historia.

Sobre el tópico de la Edad Media

José Guadalajara

«Ni oscuridades ni luces, sino luces y oscuridades, como en todas las épocas».

 

Desde la Edad Media las cosas se ven de otra manera. ¿Pero desde qué Edad Media? Estamos acostumbrados a hablar de este periodo histórico de un modo muy simplificado, a veces sin caer en la cuenta de que el medievo cubre un espacio cronológico de unos mil años de distancias y existencias. No es fácil concretar con exactitud su comienzo y postreras bocanadas, aunque, a grandes rasgos, siempre nos orientemos para fijar su andadura entre los siglos V y XV.

Mil años son muchos años, tantos quizá como, en ocasiones, pudiera serlo una hora de nuestro “tiempo personal”. ¿Exagero? Sin duda es una comparación que carece de correspondencia, pero nos sirve para meditar sobre la cantidad de instantes que caben en una unidad temporal. Instantes vividos y recordados.

Muchas personas, al escuchar la expresión “Edad Media”, se imaginan de inmediato castillos sobre un promontorio, monasterios aislados, catedrales imponentes, juglares itinerantes, hogueras de la Inquisición, cruzados en tierras de Jerusalén, misteriosos monjes templarios, hambres, pestes, supersticiones…  Todo esto es verdad, pero no se trata de un mapa plano y sin relieves. La Edad Media es un territorio extensísimo lleno de contrastes y diversidades, tantas como las que pudieran darse entre dos reyes de Castilla como Alfonso VI y Juan II, por poner ahora ejemplos de este mismo orden social. Los siglos de uno y otro se circunscriben en la Edad Media, si bien son tantas las diferencias entre el siglo XI y el XV que no es posible establecer una uniformidad. La vida de los hombres y mujeres, como todos sabemos, debe valorarse en consonancia con las circunstancias históricas y sociales en las que les ha tocado ser y estar. Y las de estos dos siglos fueron bien distintas.

Es verdad que hubo castillos y monasterios y catedrales y templarios y cruzados peleando en Jerusalén,  pero me imagino ahora lo  extraño y ajeno que le habría parecido a Juan II el rey Alfonso VI si se lo hubiera encontrado de cara y tenido la oportunidad de hablar con él. Quizá tan extraño como a nosotros mismos nos pudiera resultar un hombre o una mujer de finales del siglo XIX. ¡Y eso que no nos separan tantos siglos de diferencia!

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Con esto quiero reflexionar sobre la etiqueta o rótulo de “Edad Media” y hacer hincapié en la necesidad de no nivelar bajo un mismo concepto esos mil años de historia. Es cierto que antes todo se movía con mayor lentitud, con menos prisas, como es cierto que también antes, como ahora, cabían mentalidades y diversos modos de vidas en un mismo tiempo histórico. Esa lentitud antigua propiciaba una inmovilidad de formas y un avance científico y social menores, por lo que resulta poco productivo, por ejemplo, comparar épocas de tanta celeridad como la nuestra con aquellos siglos que avanzaban en su decurso como una carreta tirada por un par de bueyes viejos. Esta lenta evolución no impide, tal como pretendo reflejar aquí al compararla con la actualidad, que existan cortes muy profundos entre los cientos de años que comprende la Edad Media, lo que se resume en una variedad de experiencias de vida y organización social que no podemos reducir ahora a un simple rótulo.

Desde esta sección de ER, quiero desarraigar ese tópico construido alrededor de la Edad Media y liberarla de esa imagen unidimensional que para muchos posee. Ni oscuridades ni luces, sino luces y oscuridades, como en todas las épocas. Tiempos brillantes y momentos de tinieblas. Ignorancias y brutalidades frente a erudición y sensibilidad. Castillos y monasterios, pero también universidades.

Y nombres, muchos nombres: Isidoro de Sevilla, Carlomagno, Jacobo de la Vorágine, Beda el Venerable, Alberto Durero, Alfonso X el Sabio, Juan Ruiz, Pedro Abelardo, Marco Polo, Beato de Liébana, Maimónides, Cristóbal Colón, Yehudah HaLevi, Dante Alighieri, Tomás de Aquino, Savonarola, Nebrija, Chrétien de Troyes, Lorenzo el Magnífico, Ibn Hazm…