Fulanito de tal

EN LÍNEA RECTA: columna con artículos de opinión de la Asociación Escritores en Rivas, en la revista digital RIVAS ACTUAL

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FULANITO DE TAL

José Guadalajara

En la vida y en la muerte hay personas que pasan desapercibidas, sin otra voz que la voz de la mansedumbre o la ronquera. Su don de la indiferencia las ata al presente cotidiano, con un deseo activo de no romper filas y de no mostrar su cara al público para seguir existiendo en su perpetuo anonimato. Un día se van, y ya se quedan siempre muertas en su tumba o disueltas en ceniza sobre el viento de un barranco o entre las anémonas de un océano infestado de plástico. Se han marchado tan solo con su vida por delante.

Yo conocí en tierra extraña a un fulanito de tal que era así ─de verdad que no me lo invento─, un fulanito, a veces menganito, y otras, zutano, que vivía en boca del silencio, sin un ruido mediático, sin un twit ni un me gusta, sin un teclado de móvil ni una pose divertida en Instagram. Siempre hablaba en pasado, como si el uso de ese tiempo verbal fuera ya un anticipo del olvido que le aguardaba.

Su nombre, que podría ser el de Pedro o Amalio o Cristino o Lázaro, entraba dentro de esa categoría difusa en la que se convierten los otros en boca de los otros; es decir, esa categoría innoble e insustancial, a veces despectiva y disgregadora, que todos empleamos cuando nos referimos a «la gente»: «No aguanto a la gente». «Cuánta gente de vacaciones». «No entiendo cómo la gente no se da cuenta» … o cosas por el estilo.

 Y es que la gente son los otros, pero no nosotros.

Así, fulanito de tal era gente y, como tal, masa incierta, ignota e ignorada, sin pies ni cabeza, sin una identidad propia que provocara un simple arrebato de admiración.

La vida y el arte, cuando muere el tiempo, se dan cita de un modo separado: puede permanecer la obra, pero no, la vida. Se van los artífices, los pintores y los poetas y nos dejan sus nombres y un apellido célebre en las enciclopedias. Otras veces ni eso: ¿Qué fulanito pintó la cierva de Altamira? ¿Qué mengano compuso el Poema de Gilgamesh? ¿Qué zutano esculpió la estatua del emperador Augusto de Prima Porta?  ¿Qué perengano escribió aquello de «A mí me llaman Lázaro de Tormes»?

Sus nombres quedan diluidos en sus obras, porque sus vidas se marcharon sin remedio en una tarde de verano o en una noche de tormenta. Queda su impronta en el estilo y en las ideas y sentimientos comunicados. Quedan su influencia y repercusión sobre los otros, los de entonces y los de después. Están ahí en su esencia más pura, porque los Cervantes, los Botticellis, los Voltaires, las Kahlos o los Kubricks son simples etiquetas para comenzar a rastrear sus itinerarios creativos.

La memoria está llena de agujeros, de túneles y oquedades escabrosas; en ocasiones, tiene sus autopistas de peaje o sus carreteras locales de doble sentido. Un ceda el paso o un stop nos ponen en estado de alerta, y un semáforo nos avisa de tres opciones en la vida: puedo quedarme en verde para seguir mi búsqueda y mi camino; estacionarme en un rojo continuo y sin salida o parpadear en ámbar hasta definir qué decido.

La existencia de cada uno es un juego constante entre el recuerdo y el olvido.

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JOSÉ GUADALAJARA es investigador y novelista, autor de La luz que oculta la niebla, El alquimista del tiempo, Cien microhistorias de la Historia y Fado por un rey, entre otras. https://www.joseguadalajara.com/

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